El diseño millennial es un mejunje de cola blanca con papel higiénico, poliespán picado o cantidades ingentes de espuma de poliuretano. ¿Pero por qué tantos diseñadores hacen a día de hoy tantos objetos deformes?
Programas como Art Attack y Bricomanía nos enseñaron a fabricar y a construir multitud de cosas durante la década de los 90 y principios de la década 2000. Aunque Art Attack ya no se emita y Bricomanía ya haya dejado atrás sus momentos de gran esplendor, su legado está más que presente en el trabajo de los diseñadores millennial: mejunje de cola blanca con papel higiénico, poliespán picado o cantidades ingentes de espuma de poliuretano son tres de sus materiales estrella. Por alguna razón, esta herencia es solo aparente en la actitud DIY y en el material, pero en las formas no está tan presente. Una rebelión contra lo establecido. Un diseño que, al igual que el género, el lenguaje, el sexo o las relaciones, se deconstruye y se hace fluido. Tan fluido que moquea: un diseño acatarrado.
Quizás sea útil echar la vista atrás para arrojar luz al asunto. ¿Por qué tantos diseñadores hacen objetos deformes? Hace unos años, con la popularización del diseño como estudio y como disciplina, la industria ya estaba saturada de creadores y dominada por las cuatro estrellas que se quedaban todos los proyectos grandes. Ante eso, muchos jóvenes profesionales volcaron sus esfuerzos en la autoproducción y las series limitadas. Este «artesano» solía hacer piezas con acabados muy similares a las que se producen en masa, pero con medios más modestos. Era un diseñador con un sueño roto, pero orgulloso de estar produciendo en su garaje o en el fablab local.
Sensibilidad millennial
Esta corriente dominante de lo industrial hecho en casa no tardó mucho en perder fuerza. Cualquiera que esté un poco metido en el mundillo —o que al menos tenga Instagram— habrá notado un cambio de actitud a finales de la década de 2010. Anteriormente, ya había indicios de diseñadores con una obra más escultórica y menos funcional, destacando a Nacho Carbonell. Y es que Nacho Carbonell es al diseño de mocos lo que Tino Casal fue a la movida madrileña: un precursor superior en calidad y mensaje.
El diseñador millennial está desinteresado por la industria y no disimula sus procesos abrazando la espontaneidad de los métodos de fabricación que tiene a su alcance. Objetos que, por lo general, no están hechos para durar ni para cumplir bien una función, pero que, sin duda, son fotogénicos y pueden acumular algún que otro like. “Si mis sillas no llegan a sus casas, que al menos lleguen a sus pantallas”, algo a lo que Droog Design ya se adelantaba en los 90 con mobiliarios cuyas fotografías eran más famosas que las piezas en sí. ¿Recordáis el capítulo en el que Homer Simpson se enfada mientras monta una barbacoa y termina convirtiéndose en artista? Pues este diseño a veces puede parecer algo así.
Hang Jin lo hace igualito que Homer
Homer al lado de su obra
Por lo general, su apariencia es más típica de un decorado o de una escenografía que de un objeto hecho para perdurar en el tiempo, y eso parece no importar. El diseñador ya no hace piezas, crea imágenes. Difíciles de describir con precisión, pero fáciles de reconocer: masas de color, volúmenes informes y materiales sencillos de trabajar.
Podemos encontrar obras que, dentro de su amateurismo descarado, están bien terminadas, como las de Guillermo Santomá o las del colectivo Morph Love. Pero también —y sobre todo— podemos encontrar piezas salidas directamente de un bote de poliuretano. Muchas de las cuales nos iluminan con discursos elaborados y demás justificaciones, aunque el acabado vaya a ser el mismo: un moco. Coge tu moco y dale un significado. Dale un discurso, no seas como Homer.
Un mal moco de T45 Studio versus la obra de arte funcional de Elissa Lacoste
Del diseñador-artesano al diseñador-comisario
Lo que hace una década era el diseñador-artesano, ahora es el diseñador-artista-filósofo-pensador-activista. Para este metadiseñador son fundamentales palabras como “decolonización”, “feminismo”, “identidades” o “medioambiente”, pero que en lugar de construir un discurso político articulado, suelen terminar siendo puro ornamento con el que justificar cualquier despropósito. Para Aniela Jaffé, «los pioneros del arte moderno aparentemente entendieron lo mucho que le pedían al público. Nunca antes el artista había publicado tantos manifiestos y explicaciones de sus objetivos como en el siglo XX. Sin embargo, no solo se esforzaron por explicar y justificar lo que estaban haciendo a los demás, sino también a sí mismos. En su mayor parte, estos manifiestos son confesiones artísticas de fe: intentos poéticos, contradictorios y a menudo confusos de dar claridad al extraño resultado de las actividades artísticas de hoy en día».
La descripción de Jaffé sobre el arte moderno bien podría encajar con la práctica del diseño actual. Algo que se hace más que evidente en las escuelas de diseño, y hablando desde mi experiencia, en la Design Academy Eindhoven, donde en la mayoría de ocasiones los proyectos valen tanto como la historia que se cuenta. Y si esta encaja con la ideología dominante o con los temas que a la Academia le interesa tratar, mucho mejor.
¿La forma aniquila a la función?
Las formas en el diseño no son arbitrarias. Suelen estar sujetas, sobre todo, a factores funcionales. ¿Qué ocurre aquí? Si atendemos a la función, probablemente los diseños tienden a parecerse más o menos a ideas arquetípicas: la mesa y la silla de cuatro patas, por ejemplo. Mientras la funcionalidad propicia la estandarización, el arte crea diversidad. El diseñador-artista ha de crear piezas únicas y la funcionalidad está más abajo en la escala de jerarquías. Un corcho martillado y pintado con una forma que recuerde una silla bien sirve para que sientes tus ojos sobre un concepto.
En su libro El Gen Egoísta, Richard Dawkins nos habla, por un lado, de la cualidad de los genes para hacer copias exactas de sí mismos y, por otro, de que la manera de medir el éxito de un gen es por la abundancia del mismo. A nivel cultural, el equivalente al acto genético de reproducción sería la capacidad de copiar una idea de un cerebro a otro. Cuando hablamos de memes —término acuñado por el autor en el mismo libro en 1976—, nos referimos a una unidad cultural heredable que se comporta como un gen. Los memes suelen ser imágenes pertenecientes a la cultura pop, copiadas y acompañadas de un texto para transmitir un mensaje, principalmente humorístico, que luego se reproducen una y otra vez para difundir otros mensajes completamente distintos.
Es interesante destacar las características meméticas de los diseños de los que estamos hablando, cuya popularidad, al igual que los memes, viene dada por esa facilidad de ser reproducidos y de ser usados para transmitir cualquier discurso. Del mismo modo que copiamos y pegamos el fotograma de una serie y le añadimos un mensaje nuevo, vaciamos un bote de poliuretano y le damos un discurso. La diferencia entre uno y otro es que en el primero la autoría se diluye en Internet, mientras que en el segundo se ensalza, ya que en ocasiones es esta la que legitima la obra.
Parada técnica en Lacan
Aunque tenga síntomas de catarro, quizás estamos hablando de otra cosa. Por muy descabellado que pueda parecer, darnos una vuelta por Lacan podría ayudarnos a entender por qué estas obras tienen esa apariencia y cuál es su sentido en el contexto actual. Para ello debemos explicar brevemente cómo Lacan concibe desde su perspectiva psicológica la creación del sujeto. Para el psicoanalista francés, el individuo no tiene consciencia de sí mismo ni de su propia identidad hasta que llega a la fase espejo, que es el momento en el que comienza a reconocerse en el reflejo. Antes de eso, todas sus experiencias carecen de continuidad: están flotando en la nada sin ser asociadas entre sí de manera coherente. Más tarde, en la fase de socialización, las personas comienzan a reconocerse en dichas experiencias, que son conocidas como “significantes” y mediante las cuales construye su “personalidad”. Un significante podría ser una nación, una religión o la pertenencia a una subcultura. Es decir, todo aquello que le permita crear un relato sobre sí mismo.
Según Lacan, un individuo con la incapacidad de agrupar estos significantes es aquel que padece esquizofrenia. El filósofo Fredric Jameson retomó esta definición de esquizofrenia para describir la cultura posmoderna, cuyo exceso de significantes hace imposible construir una narrativa coherente. Jameson habla de una sociedad constantemente en fase espejo y en la que las identidades individuales y colectivas se disuelven una y otra vez para formarse de nuevo en un ego más débil que el anterior. Siguiendo esta línea, el creador de Buzzfeed, Jonah Peretti, apunta en su ensayo Capitalismo y esquizofrenia que los significantes ahora nos vienen dados por el mass media y que necesitamos reafirmarnos constantemente en ellos, es decir, volviendo a la fase espejo. ¿Qué podría ser más ilustrativo a la hora de proyectar tu propia identidad que compartir la imagen de un objeto que te gusta, un objeto en el que te puedes ver reflejado? Más aún si este objeto viene ataviado con un manifiesto explicativo para que todos los demás también puedan entender por qué te reconoces en él.
Diseño y esquizofrenia
Lo divertido de relacionar diseño y esquizofrenia es comenzar a observar todos sus paralelismos: deconstrucción, disolución, pérdida de identidad, dificultad para agrupar significantes. Estos conceptos se expresan en la creación artística enmascarados de rebeldía, cuando en realidad son un acompañamiento al orden económico y a la lógica capitalista que buscan su integración comercial. Por ello, mientras algunos hablan de rebelión en la creación artística actual, yo solo veo una expresión inocua del momento en el que vivimos, perfectamente acompasada con el sistema en el que vino dada.
El arte ha de ser representativo de la época en la que se realiza. Y el arte y el diseño de este momento lo son. No hay nada de malo en vaciar un bote de poliuretano para crear una pieza de exposición. Lo hay cuando una generación entera lo hace mientras se engaña a sí misma con la idea de originalidad. Estamos ante la generación “más consciente” que, sin embargo, no duda en contaminar más el mundo con objetos perecederos. Porque en un par de años, cuando nos hartemos todos de ver tanto moco, los creadores mirarán las fotografías de sus objetos deformes del mismo modo en el que ahora miramos las fotos de los emos o de nuestros vergonzosos flequillos que ocultaban nuestra frente grasienta durante los primeros años 2000.
Jordi Cruz nos decía en Art Attack que no hacía falta ser un gran experto para ser un gran artista, pero tampoco hace falta que nos pasemos. Porque no todos somos Guillermo Santomà, ni Morph Love, ni Homer Simpson cuando estaba enfadado. Ni tenemos que serlo. E igual que los mocos, todos somos únicos aunque nos parezcamos, pero mejor que nos parezcamos mientras aportamos algo. Esto no afecta a todos los moqueros. Las imágenes se pueden borrar, pero el poliuretano permanece, y llegado el momento, nos cuestionaremos si todo esto era necesario mientras contemplamos las pruebas arqueológicas de lo tontos que fuimos.
PD: No sería honrado no compartirlo. Yo también he moqueado y también he hecho diseños esquizofrénicos.